Las rotondas y las juntas de vecinos son los dos lugares donde mis esperanzas en la humanidad van a morir. Las rotondas porque se rigen por unas normas bastante sencillas diseñadas para evitar problemas, pero la gente, o bien las desconoce, o bien directamente se las pasa por el forro, y además los más ignorantes e irrespetuosos son precisamente los que montan el pollo en caso del más mínimo conflicto. Las juntas de vecinos por exactamente el mismo motivo
Llevo unos años viviendo en una urbanización de unas cincuenta familias. He visto cosas que no creeríais: un señor con una radial cortando vigas sobre la acera un domingo a la hora de la siesta, una señora bañando a sus perros en la piscina comunitaria, un chaval disfrazado de ninja trepando por las fachadas a las tres de la madrugada, un okupa preocupado porque “hay casas vacías donde se podría colar alguien”, e incluso un abuelo plantando melones en una de las zonas verdes. Las juntas de vecinos deberían servir para solucionar estos y otros problemas de convivencia, pero generalmente son reuniones de tres o cuatro horas que se dedican íntegramente a crear problemas nuevos. El patrón suele ser siempre el mismo: se abre la sesión, se enumeran los puntos a tratar, se debate de forma medianamente sosegada cinco o diez minutos, y al momento cada cual se olvida del tema que se estuviese tratando y ya se dedica a pegar voces y a soltar su propio rollo, que suele ser el mismo una y otra vez: el señor que siempre se queja de que los de la limpieza “le dejan hojas secas cada semana en su puerta y la de nadie más”, la señora que “se tiene que levantar todos los días de madrugada para currar en el campo y encima hay gente no paga las cuotas”, el tipo que “tiene goteras y se pega once horas todos los días con el taxi”… Todo a gritos, con los dientes apretados y los ojos fuera de las órbitas. A veces creo que no somos más que una manada de monos que llevan con esto del raciocinio sólo desde ayer por la tarde. Nos cuesta la vida misma hablar, razonar y permanecer erguidos más de diez minutos, así que a la mínima sucumbimos a nuestros instintos y nos liamos a pegar saltos a cuatro patas chillando como posesos y lanzándonos nuestros propios excrementos.
El caso es que el año pasado me tocó ser presidente de la comunidad. En mi primera junta lo único que tenía que hacer era presentar una enmienda a uno de los artículos de los estatutos, porque lo de “respecto al ruido, se respetarán las horas de descanso establecidas por la normativa vigente” me parecía insuficiente (había ido una vez a decirle a un vecino que sus niños llevaban tres horas interpretando La Cabalgata de las Walkirias para cuarteto de patadas en pared y me respondió que bueno, que todavía no eran las diez de la noche). Como me conozco al personal, me puse a redactar el nuevo párrafo a conciencia para que no quedase lugar a dudas: se respetan las horas de descanso, el resto del tiempo no se da por saco nada más que lo imprescindible. Escribí una primera versión, la leí, la releí, la retoqué, la borré y escribí una segunda versión, me fui a dar una vuelta, volvía a leerla, la perfilé un poco, cené, me vi Lawrence de Arabia enterita, volví a reescribirlo todo, y a las doce de la noche me pareció que la quinta versión ya no dejaba el más mínimo atisbo de duda.
Al día siguiente, en la junta, propongo la enmienda:
—Buenas tardes a todos. Por mi parte sólo una cosa: me gustaría rectificar el artículo de los estatutos referido al ruido. Quedaría así: “En todo caso se respetarán las horas de descanso, y fuera de éstas, se respetará la normativa vigente respecto a decibelios. Se entiende que en casos excepcionales, por reformas o cualquier otro motivo de peso, se pueden superar los niveles de ruido establecidos pero, por lo general, se tratará de no superar niveles razonables en la medida de lo posible”.
Primera respuesta de un señor con barba:
—¡ES QUE ESTO NO ES UN CEMENTERIO PA QUE HAYA QUE ESTAR AQUÍ TÓ EL DÍA EN SILENCIO!
—Caballero, creo que se entiende que …
Me interrumpe otro señor:
—¡A VER SI ENCIMA DE QUE SIEMPRE ME DEJAN LA PUERTA LLENA DE HOJAS SECAS NO VOY A PODER PASAR LA ASPIRADORA PORQUE TIENE DECIBELIOS!
—Señores, un poco de calma. Ayer estuve cuatro horas para redactar el párrafo; lo menos que podían hacer ustedes es intentar no malinterpretarlo.
—¿Cuatro horas? ¡OCHO HORAS ESTUVE YO AYER EN EL CAMPO RECOGIENDO AGUACATES CON TÓ MI COÑO! —grita una señora mientras hace un gesto así como de abanicarse el nai.
—¿¡Y MIS GOTERAS QUÉ!? —interviene el del taxi.
En fin, ya estábamos como siempre arrojándonos nuestra propia mierda. El griterío aún duró hora y pico. Al final, no recuerdo exactamente por qué, un señor salió corriendo detrás de otro blandiendo un destornillador. Pero bueno, se votó la propuesta y por diez votos a seis salió que se corrigieran los estatutos.
El sábado por la mañana volviendo del supermercado un gilipollas me reventó un faro en una rotonda y se dio a la fuga tocando el pito y jurando en arameo por la ventanilla. Llegué a casa severamente deprimido y me tumbé en el sofá a mirar a la pared. De pronto sonó el timbre.
Abrí la puerta y allí estaba la señora que se llevaba tó su coño al campo. Portaba una misteriosa caja negra de proporciones áureas.
—Buenos días. Dígame.
—Niño, que he pensado que siempre te estamos peleando por tonterías pero que te preocupas mucho por la comunidad, así que te he traído un regalito.
La señora me tendió la caja. En mi cabeza empezó a sonar Also sprach Zarathustra. Me puse a toquetear la caja entre aturdido y desconcertado. Me di cuenta de que era un mono tocando un misterioso monolito portador de un conocimiento supremo.
—Señora, algo está a punto de ocurrir… Algo maravilloso.
—¿Lo qué, hijo?
El sol del mediodía iluminaba la escena. Nuestra comunidad de monos estaba a punto de evolucionar.
Con manos temblorosas abrí aquella caja. De mis labios surgió, casi involuntariamente, una mística frase:
—Dios mío… ¡Está lleno de aguacates!