(Capítulo X de Tren a la Estación Perdida, a la venta en Amazon)
Me despertó un ruido inusual: estaba sonando mi teléfono.
—¿Hola? —mi voz ronca evidenciaba el abuso de pintas de cerveza de la noche anterior.
—Buenos días. ¿Hablo con Alfred?
—Sí, soy yo.
—Hola, Alfred. Me llamo Clodagh O’Connor. Te llamo del Hotel Furlton. Reme nos ha hecho llegar tu curriculum.
—Eh… Sí, sí.
—¿Estarías interesado en hacer una entrevista con nosotros para el puesto de cajero del restaurante?
—Sí, sí, claro.
—¿Podría ser esta misma tarde? ¿A las cuatro?
—De acuerdo.
—Muchas gracias, Alfred. Te esperamos. Toma nota de la dirección.
Anoté el nombre de la calle: Earl Gray Avenue. El hotel estaba en el número 78. Busqué en el mapa: en pleno centro de Dublín.
Joder. Una entrevista. No era precisamente mi trabajo soñado, pero era un trabajo. Lo que fuera con tal de no tener que finalizar prematuramente mi aventura. Haría lo que hiciese falta unos cuantos meses hasta que consiguiera un puesto de ingeniero en alguna empresa respetable. Luego ya veríamos.
Salí de mi fría habitación, crucé el pasillo de moqueta polvorienta y entré al cuarto de baño. Tenía tiempo de sobra para darme una ducha, plancharme una camisa y coger un tren al centro.
Abrí el grifo de la ducha. El agua salía helada, para variar. La vieja loca tampoco encendía el termo. Bah, me ducharía con agua fría. Obstáculos a mí. Me quité toda la ropa y me dispuse a meterme de cabeza bajo el chorro de agua fría. Así, sin más. Sin pensarlo siquiera. Sin titubear ni un instante. Sin la más mínima duda. De golpe. Del tirón. Venga, ahí vamos. Sin miedo. Como si no hubiera mañana. Hala, tal cual. Con dos cojones. ¡Yo no conozco el miedo! ¡Yo he venido a este país a comerme el mundo! Y una mierda. Un cobarde, yo lo que soy es un puto cobarde. ¿Por qué tengo yo que pasar por esto? ¿Por qué no puede la vieja rácana simplemente encender el termo? ¿Por qué estoy en pelotas pasando frío en una triste casa a miles de kilómetros de mi hogar?
Me senté en el retrete con toda la carne de gallina. Apenas me había mojado el dedo gordo de un pie y la palma de una mano. De pronto quise llorar. La vida era demasiado dura.
Apreté los dientes y los puños y volví a la bañera, conseguí a duras penas aguantar el frío lo suficiente como para adecentarme mínimamente y salí corriendo a mi habitación. Me senté en el suelo con la espalda pegada a la pared enmoquetada y me agité hasta que pude entrar en calor. Luego planché una camisa, me vestí, me puse el abrigo y salí de aquella casa muerta.
Caminé despacio hacia la estación de tren tratando de calmar mis nervios. Iba a hacer una entrevista en un idioma que apenas empezaba a entender de verdad. Había personas a las que entendía con claridad meridiana, pero algunas otras parecía que balbuceasen una jerga inventada sólo para reírse de mí y de mi media sonrisa de idiota estupefacto. Con algo de suerte me tocaría una de esas personas a las que podía entender, la convencería de que había pasado mis años como ingeniero informático echando de menos terriblemente el trabajo cara al público (cuyas mieles había podido saborear con ventipocos años sentado en el mostrador de facturación de una compañía aérea), y de que todo lo que ahora deseaba era volver a sentir ese calor humano en la caja de su restaurante.
Compré mi billete de tren y me senté en un banco junto a las vías. En mi anterior vida había pasado muchas horas esperando un autobús que siempre me llevaba a lugares que detestaba. Ahora contemplaba la vía del tren perderse en un lluvioso e incierto horizonte y daba gracias por haber tenido el valor de dejarlo todo atrás. A pesar de los nervios, el miedo, la miseria y el frío, prefería mil veces un incierto horizonte que el tedio y la rutina.
El tren no tardó en llegar. Entré al vagón y tomé asiento. Acurrucado dentro de mi abrigo, dejándome llevar por el traqueteo del vagón, me quedé dormido con la cabeza pegada al cristal de la ventana y soñé brevemente con el mar.
El Furlton estaba a dos minutos de la parada del centro. La entrada principal, una puerta giratoria custodiada por dos grandes maceteros dorados, descansaba sobre unas gigantescas escaleras de piedra húmeda. Era un pequeño edificio acristalado rodeado de árboles ocres, una especie de discreto contrapunto moderno a una calle típicamente irlandesa con sus locales destartalados, sus tejados desiguales y su pequeña tienda de esquina de la que todo el mundo salía con un café caliente entre las manos.
Aún eran las cuatro menos cuarto. Fui a la tienda a por un café y paseé tranquilamente por Earl Grey Avenue. De pronto me asaltó un pensamiento extraño, a la vez triste y reconfortante: no me importaría pasar el resto de mis días paseando por aquella acera gris empapelada de hojas mojadas, con un café caliente entre las manos y el aire frío acariciándome las mejillas.
Volví al hotel, subí las escaleras y empujé la puerta giratoria.
El lobby era todo mármol, madera y moqueta. Varias personas hacían cola frente al amplio mostrador de recepción. Al fondo de la estancia dos columnas blancas con ribetes dorados y un atril con el menú del día anunciaban la entrada al restaurante. A la derecha de las columnas había una pequeña barra de bar, seis o siete mesitas y un gran piano blanco. Al entrar al restaurante una chica con pinta de española me dio la bienvenida desde detrás de su pequeño mostrador de madera.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarte? —me preguntó en un inglés con fuerte acento español.
—Tengo una entrevista con Clodagh O’Connor a las cuatro —mi acento no era mucho mejor que el suyo, ciertamente.
—¿Alfredo, no? ¡Soy Reme! —cambió al castellano.
—¡Hola! Oye, muchísimas gracias por entregar mi currículum. Estaba desesperado ya.
—De nada. Desesperada estoy yo, que llevo dos semanas haciendo turnos dobles. Espero que te contraten.
—A ver qué tal. Llevo aquí poco tiempo y todavía me cuesta entender el idioma.
—No te preocupes, están locos por contratar a alguien ya. Si te defiendes con el idioma y les caes bien, igual te dan el puesto ahora mismo.
—Joder. No sé si alegrarme, ya le había cogido cariño a la indigencia.
—¡Ja! Bueno, este trabajo está bien. El hotel es tranquilo y el sueldo es bueno.
En eso apareció una señora con una espléndida sonrisa de millones de dientes de porcelana, unas grandes gafas y una coleta muy estirada. Iba enfundada en un traje gris y subida a unos altísimos tacones.
—¿Alfred?
No había manera de que dejasen de comerse la letra “o”. Sería para ponérsela ellos delante de sus apellidos.
—Sí.
—Soy Clodagh O’Connor, directora de Recursos Humanos —me dio la mano—. Acompáñame, por favor.
—Claro. Hasta luego, Reme. Un placer.
Seguí a la señora, que atravesó el restaurante pegando taconazos sobre la moqueta. Un par de camareros preparaban las mesas para la cena. Luz tenue y música suave. Me gustó aquel sitio.
Subimos dos pisos por unas escaleras de mármol, atravesamos un pasillo enmoquetado y llegamos a una oficina un poco destartalada. Un señor de tez pálida sentado en un escritorio levantó la vista de un montón de papeles desordenados.
—Alfred, éste es Richard O’Flaherty, el manager del restaurante.
—Encantado —el tipo me dio un flácido apretón de manos, me regaló una flácida media sonrisa y me dijo:
—幓 姴怤 鶭黮齥 豲貕貔 蔊蓴蔖
Vaya, el flácido era una de esas personas a las que me resultaba absolutamente imposible entender.
Asentí con mi Media Sonrisa de Idiota™.
—Siéntate, por favor —la directora de RRHH me tendió una silla.
—瘵瘲 鞮鞢騉 趉? —el flácido me preguntó algo.
—¿Perdón? —respondí, acercándole un poco mi oreja.
—瘵瘲 鞮鞢騉 趉? —repitió exactamente lo mismo de exactamente la misma forma.
—Eh… Bueno, sí.
Esperaba que fuese una pregunta de sí o no. Con suerte sólo estaría en un 50% de posibilidades de cagarla. Si el señor O’Flácido acababa de preguntarme si tenía por costumbre sodomizar erizos de mar, prefería que me tomase por un degenerado que por alguien sin el suficiente nivel de inglés. Necesitaba aquel trabajo.
—¿Con azúcar? —preguntó Mrs O’Connor, y metió una cápsula de café en una máquina de expresso en la mesa de al lado.
—Si, gracias —resoplé aliviado.
—Bien, Alfred, veo que tienes alguna experiencia trabajando cara al público.
—Sí, mi primer empleo fue de agente en tierra de una compañía de vuelo. Trabajé para ellos cuatro años mientras estudiaba en la universidad.
—鈖嗋圔, 輐銛靾 嶭嶴?
—Er… —intenté poner cara de estar pensando una respuesta inteligente para una pregunta inteligente.
Silencio incómodo. Diez segundos más y me echarían de allí por retrasado.
Mi mirada se cruzó con la de Mrs. O’Connor, que inmediatamente reformuló la pregunta del flácido:
—En otras palabras, ¿por qué dejaste el sector turístico?
Porque si llego a escuchar una sola vez más aquello de “usted no sabe quién soy yo” habría saltado del mostrador para estrangular con mi colorida corbata de empleaducho eventual de mierda al enésimo pasajero insolente de Business Class.
—Es que terminé mis estudios universitarios y empecé a trabajar de ingeniero informático.
Ese era el truco: mirar a la señora. Deduje que el flácido no era un tipo demasiado competente y que a Mrs O’Connor le gustaba corregirle, así que una leve mirada interrogante la forzaría a repetir la pregunta en su inglés comprensible.
—¿Y no crees que estás sobrecualificado para este trabajo? ¿Si te ofreciesen un trabajo de ingeniero el mes que viene, dejarías el hotel?
—He venido a este país a romper con todo; también con mi antigua profesión. No sé qué puede pasar en el futuro, pero de momento me apetece un cambio de sector —mentí como un bellaco.
—蟣襋謯 釸釪傛?
Miré a la señora con leve expresión de “pero qué carajo dice el gilipollas éste”.
—Un año quizás no, pero al menos tres o cuatro meses quizás podrías comprometerte, ¿no?
—Ciertamente. Acabo de llegar a Irlanda; antes de nada necesito adaptarme y perfeccionar el idioma.
—Tu inglés es excelente, no vas a tener ningún problema.
—瞗穇穇縍 瞗穇!
—Pues muchas gracias.
Después de un montón de preguntas genéricas sobre hipotéticas situaciones de conflicto y algunas preguntas algo más personales, la señora fue al grano:
—Alfred, voy a serte muy clara. Necesitamos a alguien ya. El trabajo no es difícil, un inglés decente y buen trato al cliente es lo único que se necesita. Si estás interesado puedes empezar mañana mismo. La jornada es de cuarenta horas semanales, en turnos de ocho horas que pueden ser de mañana, de 7:00 a 15:00, o de tarde, de 15:00 a 23:00. En cada turno hay un descanso de una hora para almorzar o cenar en la cantina de empleados. Los dos días libres a la semana se deciden por rotación. El salario es de 430€.
Me cago en mi padre. ¿Qué iba a hacer yo con 430 euros de mierda al mes? Si sólo la habitación ya me costaba 300, más los gastos de transporte, ¿qué cojones iba a comer, noodles con agua del grifo? Menudo asco de país. Lo tuve claro desde el primer minuto: esto es una trampa. Que si la magia celta, que si el empleo cualificado, que si mis cojones treinta y tres. Ahí lo que hacían era explotar vilmente a los inmigrantes y con las ganancias ellos se piraban a tomar el sol a Canarias y a Torremolinos y nos dejaban a nosotros aguantando su puto asco de lluvia perenne. Bah. A la mierda.
—Le agradezco la oferta, pero mi habitación ya me cuesta 300 euros, no veo cómo me va a ser posible vivir con este salario…
—¿Pagas 300 euros semanales por tu habitación? Creo que te trae más cuenta reservar una suite aquí en el hotel —la señora O’Connor soltó una sonora carcajada.
—縍 430 縍 縍 semana 瞗!
—Eh… ¿430 euros a la semana?
—Sí. Se cobra los viernes por la tarde. Se reparten los cheques en un sobre junto con los turnos de la semana siguiente.
Cuatrocientos treinta multiplicado por cuatro coma tres, redondeando… MIL OCHOCIENTOS EURAZOS MENSUALES.
Amaba aquel país desde el mismo instante en que había bajado del avión. Fue amor a primera vista: esas calles mojadas, esa magia en el aire, ese lejano rumor de gaitas altivas que hablaban de honor, de orgullo, de amor por la tierra. Todo allí era único, excepcional. Ese cielo gris reconfortante, esa paz, ese húmedo silencio, esas hojas ocres sobre las aceras, estos mil ochocientos eurazos mensuales. El suave tintineo de la lluvia en los cristales, el viento puro y frío, el fragor del agua del río partiendo en dos una ciudad llena de cálidos bares donde pulirse mil ochocientos pavos en la grata compañía de los entrañables habitantes de este país de ensueño.
—¿A qué hora tengo que estar aquí mañana?
—蟣襋 10:30 謯, 釸釪
—¡Estupendo!
—Bienvenido al Hotel Furlton.
— 釸釪釪!
La señora O’Connor me acompañó por un pasillo oscuro hasta una pequeña puerta metálica que abrió con su tarjeta de identificación. Me estrechó la mano y me sonrió.
—Hasta mañana, Alfred.
Salí a un estrecho callejón perpendicular a la avenida principal. Era ya noche cerrada y llovía con fuerza. Cerré la cremallera de mi abrigo desde las rodillas hasta la barbilla, me puse la capucha y eché a andar, dejando que la lluvia mojase mi cara.
Ya tenía trabajo, e iba a ganar bastante más en que en mi último puesto de ingeniero en España.
Volví a la estación de tren y me senté a esperar. Mirando las vías perderse en la niebla comprendí que aquel día había sido el primer tramo de un camino que me iba a llevar a algún sitio importante.
(Capítulo X de Tren a la Estación Perdida, a la venta en Amazon)